Asesinos seriales en Twitter

20.09.2021

-Mauricio Escobar Liceras

En uno de los artículos brillantes que el gran maestro Umberto Eco compiló para ser publicados de manera póstuma, bajo el título "De la estupidez a la locura. Crónicas para el futuro que nos espera"; el novelista, filósofo y semiólogo italiano, evoca una conversación que tuvo con el rey de Redonda, mejor conocido por su labor literaria, Javier Marías. El artículo "Dios es testigo de que soy tonto", reflexiona acerca de la imperiosa necesidad que la gente parece tener hoy en día de "ser vistos".

Si bien es cierto, las personas desde tiempos ancestrales hemos querido ser reconocidos por todos los demás. Gracias a unas nociones básicas de ontología y un poco de psicoanálisis, sabemos que el individuo (el Yo) necesita del Otro para reconocerse. De manera sencilla, el Otro es todo aquello que excede el Yo, pero contrario a lo que se podría pensar, no es el Yo quien nombra al Otro, sino que este irrumpe la realidad subjetiva del Yo; siendo a través de esta ruptura que el Yo construye su individualidad. Dicho de otra manera, el Otro es el vecino, el vendedor de chicles en el semáforo, o el compañero de clases, cuya simple existencia, plantea un problema frente a nosotros. Y sin embargo, incluso Sartre tras afirmar "El infierno son los otros", admite que necesitamos de ellos, pues gracias a esta difícil interacción es que tenemos lenguaje, conciencia de nosotros y una identidad objetiva de quiénes somos.

Lo que ha cambiado -dice Umberto Eco en otro de sus artículos- es que la gente del pasado quería ser conocida por ser la mejor bailarina, el hombre más fuerte de todo el pueblo, o la señora más gentil de toda la colonia. Había una diferencia entre ser famoso y "estar en boca de todos". Nadie quería, por el contrario, ser reconocido como el "cornudo del barrio, el impotente declarado o la puta más irrespetuosa". Hoy en día, la distinción entre ser famoso y estar en boca de todos, se ha disipado. Basta asomarse a las redes sociales para constatar esta aseveración.

Para las personas de nuestra generación, Twitter, lejos (y tan cercano) de los embates políticos y de las fake news, se ha convertido en la red social de la desnudez y la pérdida de la privacidad. Ahí hemos hecho de los 280 caracteres un lugar virtual en el que podemos desvelar nuestros sentimientos a la manera de un diario, la ira que nos causa el profesor que solo enseña por cobrar, o la tristeza que nos provoca un equipo de fútbol. La hipótesis que aventuró Javier Marías conversando con Umberto Eco, es que en el pasado, Dios existía como un testigo al cual recurrir en caso de sentirnos solos o de suceder alguna injusticia. Pensemos en la abuelita que se quejaba de sus nietos malagradecidos que no la visitaban, en una oración todas las noches antes de dormir; de la esposa que le pedía a su Señor que vigilara la bragueta del pantalón de su marido; en el niño que murmuraba <<Dios mío si la maestra se enferma por una semana te prometo que ya no diré groserías>>.

A nuestra generación, incrédula de Dios, no le ha quedado más que entregarse al ojo de todos los otros. En Twitter abundan las publicaciones o "tweets" de la mujer que sube una foto con las contorsiones de su cuerpo, junto a la foto del pelado que la engañó, recibiendo más de cien mil likes (corazones), con comentarios de cientos de desconocidos como "Vales más que ese imbécil, reina", "Acá la prueba de que los hombres son unos pendejos", "Y seguro la otra ni te llega a los talones". La publicación del ardido que cuenta todo lo que hizo por una mujer que lo dejó por otro con más dinero. O las fantasías sexuales de un millón de vírgenes.

Cualquiera con dos semanas en la red ha visto tweets genéricos -ni siquiera originales- de gente diciendo: "Me operé las chichis para cerrar el ciclo y el ciclo terminó por estrenarlas", "Ya no quiero vivir más", "No éramos nada, pero me dolió como si fuéramos todo". Y quizás, el más descarado de todos: "Tres likes y abro hilo contándoles cómo fue que... (descubrí a mi pareja engañándome) (logré hacer trampa en un examen con mi Apple Watch) (me caí en el chapoteadero de una piscina helada y salí con vida) (logré convencer a mis papás de que me dejaran fumar mota)".

Que si el chisme mueve a la gente, eso es algo que ya sabíamos. La incredulidad y el reemplazo de Dios, por otro tipo de creencias y de prácticas espirituales que no precisamente proclaman un Testigo de nuestros actos en concreto, también es algo que se venía anunciando desde mediados del siglo pasado. Pero algo más ha cambiado. Algo que no abordaron (al menos no lo relata el artículo) ni Javier Marías ni Umberto Eco: la incapacidad de confrontar al otro.

Más allá de demostrar que existimos toda una generación de idiotas que vemos con naturalidad, la poca privacidad y el griterío de un mercado de chismes online; Twitter demuestra que nuestra generación es cobarde ante la confrontación del otro, y que pretende tan sólo simular dicho intercambio, en el vacío de un medio que no muestra el rostro real y tangible de la otredad. Hay un abismo de diferencia, entre el valor y la vergüenza que necesita un cornudo para decir y aceptar "Fulanita prefirió la cama de otro hombre antes que mis caricias", rodeado por cincos amigos, de los más íntimos incluso; y el valor y la vergüenza que necesita para "quemar" a su expareja rodeado de miles de usuarios. En el diálogo del hombre tangible hay un deseo de consuelo, de comprensión, de apoyo, que creerá recibir en proporción a la disposición de escucha y acompañamiento por parte de sus amigos. En el pseudo-diálogo del hombre virtual también lo hay, añadido a un deseo confeso de venganza, que creerá recibir en proporción a los likes, los comentarios, los retweets, la difamación, en fin, del "engagement" que generará dicho tweet.

El habla, el verbo, la palabra, requiere de un esfuerzo. Hablar -se sabe- es un acto de valor. El verbo es rebelarse ante aquello que nos proponemos nombrar. La palabra, por si fuera poco, exige responsabilidad. La responsabilidad de hablar con la verdad. Y en un primer sentido, el lenguaje es apoderarse de la realidad. ¿Qué sucede cuando una generación entera olvida su propia voz? La vida entonces es algo tan ruidoso, caótico y desolador, que lo natural es creer en la pequeñez de nuestras palabras, en la insignificancia del diálogo. Y no se trata de una exageración, las pruebas ahí están. Ya no creemos en la comprensión de nuestros amigos cercanos, antes creemos en la compañía de usuarios y teclados. No creemos en el poder de las denuncias ante un juez y un jurado; pero tenemos la ingenuidad de otorgar a las redes sociales, anónimas, estúpidas y convulsas, el poder de volverse un espacio para las denuncias, las víctimas, los victimarios, los jueces y los verdugos.

Y con esto no pretendo abordar el tema tan controvertido de las denuncias de acoso en Twitter y en otras redes sociales. Pero las consecuencias de lo que sucede con las denuncias falsas son tan graves como el acto tan despreciable que denuncian. Estamos en el peor de los escenarios. Véase la noticia recuperada por Federico Rivas en El País: "Una turba lincha en Argentina al padre de un joven acusado falsamente de violación" (27 marzo 2019). Y minimizar esos casos como cualquier otro acto de injusticia, que, como generación, tanto nos enorgullece supuestamente desafiar, no sólo sería un acto de crueldad; sino de una repugnante hipocresía.

En contraste, a los CEOs y demás feligreses del progreso y de la tecnología, les gusta creer que las redes sociales han ayudado a encauzar la voz de un determinado grupo de personas. Nada más alejado de la realidad. Los trending topics y que un montón de personas "subieran", "compartieran", el dibujo de George Floyd, no han cambiando el racismo ni en América, ni en ningún otro confín de este laberinto. Eso sí: las fake news, el fanatismo, la desaparición del diálogo y otros males están al acecho. Ingenuidad y poco espíritu crítico, sencillamente. Hay quienes dirían que las redes sociales pueden servir como preámbulo de una amistad o de una relación sentimental. Y en efecto, aquello es plausible, pero en esos casos únicamente las redes sociales cumplen la función de un primer paso: tarde o temprano los individuos deben enfrentarse a la otredad en la vida real y edificar el muro de la amistad o el amor.

Regresando al texto "Dios es testigo de que soy tonto", Umberto Eco alude a los expertos en psicología criminalista que creen que las razones detrás de un asesino serial, es el deseo de ser descubierto y la consecuente fama. Por mi parte, afirmar que una generación de exhibicionistas del cuerpo, del corazón y del pensamiento; de los narradores de fantasiosas historias sexuales y amorosas; del chismorreo de difamación y venganza; esconde un asesino serial en potencia, sería elogiar una inteligencia que muy probablemente desconocemos. Pero por si las dudas, que Twitter y sus familiares, sigan siendo el lugar predestinado para todos aquellos que aún no encuentran su voz: la verdadera, la que construye puentes y derriba fronteras.

Porque siendo realistas, todo apunta a que las nuevas generaciones estamos condenadas a este fraude de voces fantasmagóricas. Renunciar a la tecnología es un bien anacrónico imposible a este compás de las manecillas. Habrá entonces que apagar el teléfono de vez en cuando, reemplazar el mar sin carácter de la web, y regresar a los diarios, a los libros, a las personas; acordarnos de aquel verso "mi voz buscaba el viento para tocar su oído" y buscar el viento, encontrar el oído del otro y en el proceso descubrir su voz, reencontrar nuestra voz, descubrir que quizás no estábamos tan solos como pensábamos y que ninguna palabra es débil. Habrá que recrear el valor de una conversación.

Bibliografía:

Eco, U. (2016). De la estupidez a la locura. Crónicas para el futuro que noespera. Lúmen: México. 

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